domingo, 16 de septiembre de 2012

“Tuve miedo de que me usaran de escudo”

Juan Carlos Grella fue al banco a llevar papeles y quedó en manos de los ladrones.
Algo raro había en el rostro de Enrique aquella noche. El empleado de seguridad de la casa central del Banco Macro de Santa Fe abrió la puerta de la entidad con cierta pesadumbre. “Estará amargado porque perdió Colón”, se dijo para sí el fletero Juan Carlos Grella al verlo, sin imaginar que estaba por pasar siete horas de rehén en ese edificio mientras una banda de ladrones saqueaba 77 cajas de seguridad y se llevaba un botín mayor a los siete millones de dólares.
Eran las 22.30 del sábado de la semana pasada. Juan Carlos, su ayudante y Enrique –que seguía de angustiado semblante– subieron juntos las escaleras del banco hasta el tercer piso. El guardia los guió hasta allí porque el fletero y su empleado debían dejar cajas con los papeles que traían de otra sucursal. Fue entonces cuando de repente se les apareció un ladrón encapuchado, que los encañonó con una pistola.
Por unos segundos, el fletero pensó que era una broma. Pero fueron sólo unos segundos, porque el ladrón los siguió apuntando con una 9 milímetros, les ató las manos con precintos y los amordazó. Separó a Juan Carlos y a su ayudante del guardia –a quien los ladrones habían enviado bajo amenazas a que les abriera– y los encerró en el baño del primer piso. “Muchachos, quédense tranquilos que a ustedes no les va a pasar nada”, fue todo lo que les dijo el encapuchado.
En diálogo exclusivo con Clarín, Juan Carlos Grella, de 66 años, contó los detalles de lo que vivió a continuación, una historia que jamás olvidará.

–¿Cómo fueron esos primeros minutos encerrados?
–De mucho miedo. Uno nunca piensa algo así y nos estaba sucediendo a nosotros. Nos mirábamos sin entender lo que pasaba. Fue un momento horrible, de mucho nerviosismo. Mi compañero estaba en el suelo, el relevo del guardia estaba sentado en el inodoro y yo, en el bidé.

–¿Podían ver y escuchar lo que hacían los ladrones?
–Por una hendija de la puerta podía ver algo. Pero lo peor de la noche fue el ruido. El ruido de las máquinas era terrible y luego, el de la alarma. Eso fue lo peor, fue desesperante.

–¿Por qué desesperante?
–Porque uno piensa cualquier cosa, lo peor... (se le quiebra la voz y llora). Se te viene la imagen de tu familia... pensaba que podía llegar a venir la Policía y tuve miedo de que me usaran de escudo. O que cometieran una locura por la desesperación. Uno empieza a fabricar todas las historias posibles.

–¿Cuántas veces sonó la alarma?
–Una vez.

–¿Y por cuánto tiempo?
–Por un minuto, más o menos. Cuando comenzó a sonar la alarma todo quedó en un silencio absoluto. Total. Y luego, cuando la alarma se corta, o la cortan, pasaron unos minutos y volvieron a hacer ruidos con las máquinas.

–¿Pudo ver cuántos ladrones estaban actuando?
–Yo vi a cuatro. Nada más. Y noté una tonada cordobesa y otra porteña. Sólo pude ver a uno que tenía un jogging y zapatillas deportivas, que se había sentado y tenía sus pies en la pared.
–¿Siempre encapuchados?
–Sí, en todo momento. Todos, menos uno que tenía un pasamontañas de lana, tenían unas máscaras de goma que supongo que eran utilizadas como aislante para el trabajo que estaban haciendo con los sopletes.

–¿Cómo los trataron a ustedes?
–El trato fue bueno. Tengo que agradecer que estoy vivo. En un momento les pedí que me cambiaran la posición de las manos porque tengo una operación en el hombro y tenía un dolor muy fuerte. Me dijeron: “¿Qué querés, viejo?”. Pero después me ataron con las manos adelante. Además nos ofrecieron agua y cigarrillos. Yo no fumo, pero los demás muchachos sí. Incluso nos avisaron antes de irse: “En un ratito nos vamos”, nos dijeron.

–¿Ustedes estaban cerca de la bóveda?
–No, estábamos en el primer piso, pero el ruido era insoportable. Nunca me hubiera imaginado estar en una situación así...

–¿Y cómo terminó esa noche? ¿Los dejaron encerrados?
–Sí. Cuando llegó el relevo de la seguridad, a eso de las seis de la mañana del domingo, nos liberaron. El guardia que llegaba a trabajar escuchó el grito de Enrique, que había quedado atado abajo, porque los ladrones lo habían ubicado ahí para que hiciera “presencia” por si venía alguien. Cuando se fueron, lo ataron en una silla. Él empezó a gritar y el relevo lo escuchó. Ahí vino la Policía y nos liberó a todos. Pero igual quedamos adentro del banco declarando durante varias horas más.

-¿Pudo ver a los ahorristas del banco golpeando las puertas afuera durante el domingo?
–Sí, veía y la verdad que fue terrible, ni quería mirar. Era muy fuerte la imagen. Me afectaba mucho eso, incluso me fui a sentar en los sillones del fondo para no ver. Yo estaba loco de la cabeza y la gente afuera estaba desesperada. Además había quedado un olor fuerte en el banco por todo lo que habían roto, más el humo de los cigarrillos de todos los que fumaron por los nervios del momento.

-¿Qué fue lo primero que hizo en cuanto lo soltaron?
–Pedí hablar con mi señora... (vuelve a emocionarse). Ella sospechaba que algo me había pasado porque yo no volvía. El trabajo que yo hago de llevar y traer papeles demora unas dos horas, tres como mucho. Lo hago de noche por una cuestión de comodidad, porque en la peatonal donde está el banco, en horario comercial, es imposible circular por la cantidad de movimiento y porque a esa hora está prohibido. A la noche entro y no molesto a nadie. Pero ese sábado mi familia vivió horas de mucha preocupación... un momento horrible.

-¿Cómo seguirá su vida después de todo esto?
–Trabajando. No sé hacer otra cosa. Siempre trabajé. No es ninguna deshonra para mí juntar papeles. Es más, el lunes (por mañana), cerca del mediodía tengo que buscar unos papeles que están molestando en el archivo del banco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario